martes, 15 de julio de 2014
Comprarme unos manguitos.
Sentando en un precipicio acostumbro a hacer cosas que se me dan bien, pero que me gustaría mejorar: cantar una canción, escribir una carta, querer para toda la vida.
Mamá siempre me avisó de que no me asome mucho al agua o que, por lo menos, lleve manguitos.
Tonta ella, que se cree que aún tengo 4 años.
Si sentando en el abismo sientes una mano en la espalda solo puede ser un abrazo o un empujón.
O un empujón disfrazado de abrazo, que son fatídicos porque no los distingues y, cuando te das cuenta, ya es tarde.
Así que caes y el agua está helada, como suele estar cuando te metes de golpe y no poco a poco.
Piensas que ahí te quedas hasta que te das cuenta de una cosa.
Las grandes decepciones son como un asesino fallón: crees que te va a matar seguro, pero al final sales vivo. Herido, pero vivo.
Luego nadas, nadas y nadas. Parece que no va a tener fin, hasta que, de una vez por todas, pisas tierra firme.
Sigues estando mojado. Quédate con la primera sonrisa que te seque, como aconsejó el gato a Alicia: 'Si solo quieres salir de aquí, todos los caminos son buenos'.
Mamá está diciéndome que ella ya lo sabía, yo le contesto que la próxima vez no habrá precipicio.
Ella me aconseja hacerme un tatuaje para que no se me olvide, yo pregunto: ¿para qué?, ¿acaso las cicatrices no son igualmente eternas?
Bueno, igual debería comprarme los manguitos.
Aunque solo sea por si me da por volver a hacer cosas de niños de 4 años.
Que sé yo: dejar el orgullo a un lado, llorar como si no hubiera mañana, amar con locura.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)

No hay comentarios:
Publicar un comentario