Recuerdo haberme quedado dormido con un paraguas en la mano y una chica, que se acercó sin darme cuenta, en la otra. Llovía como nunca antes.
Me desperté en mi cama con un dolor de cabeza parecido al de una buena resaca, que yo jamás he experimentado.
Ella ya estaba vistiéndose, pregunté: ¿qué hora es?
Me respondió que era tarde, que habían pasado 20 meses y que todo esto, ahora mismo, no era la felicidad.
Yo, despeinado y con los ojos cerrados, me acordé de que aquellos 20 meses fueron un sueño, lleno de felicidad, y ella aparecía.
Sin tiempo de reacción, decidí que el sueño fue maravilloso y que ella no podía irse.
( Algo de real tuvo el sueño, ya que mi barba sin duda había crecido acorde al tiempo. )
Pero ella tenía prisa. Como la princesa que, por casualidad, siente el guisante y pasa la prueba.
Me dijo que ya no era lo mismo, disfrazando un "ya no soy la misma".
Respondí: "¿Cómo va a ser lo mismo? 20 meses. Un ogro al principio. Un cuento de hadas con espinas. Y un balazo veraniego que me dejó KO. Mucha felicidad, mucha dificultad y mucho tiempo. "Claro que no es lo mismo, gracias puedo dar de estar vivo."
"Quédate, esto es asi, la felicidad está en valorar lo mucho que nos hemos dado y pelear por ello." Ella, diferente, echó en falta unas mariposas y una ilusión que se desgastan con cada duda.
¡Me tendríais que haber visto!
El equilibrista intentando convencer a la montaña rusa de las emociones que la felicidad es, también, rutina.
Se fue a vivir la vida real, saludaba cuando pasaba por mi casa, hasta el día que le dije que ya bastaba, que en mi vida real ella nunca existió y que si no quería soñar, yo tenía que irme para seguir mi camino
como quien pasa de vivir en un volcán a tirarse una vez e intentar salir vivo.
No contó con ello, se echó a llorar y soñó cuatro largos días más entre lágrimas de tristeza y de alegría. Como si el enorme dolor por aquella pérdida significara otra cosa distinta al amor.
Como si de repente todos los bebés crecieran, todos los pequeños animales se hicieran grandes, como si se acabaran todas las películas en todas las salas que habíamos estado, como si toda playa que habíamos pisado se quedara sin agua, como si cada parte de mi casa (y de la suya) en la que hicimos la felicidad, el cariño y el amor cayeran en un profundo maleficio.
Aún le dio tiempo a decir que ojalá en un futuro vuelva el pasado, tan irreal y contradictorio como suena.
Y se acabó.
Me dio un beso, calcados a los del sueño, y se marchó jurando que nunca jamás había soñado como conmigo y que no sabría si iba a volver a soñar (tanto).
Después nunca volví a verla, o quizás sí, solo que en la calle ya no la reconozco.
Yo, aún sin creer lo que ocasiona un guisante, me largué entre el jaleo de la gente: "no eres de su mundo, ella ahora está en casa."
Pensé que tenían razón, me di dos golpes en el pecho y me sentí orgulloso de haberlo disimulado tanto tiempo.
Y me fui como aquel que se va de una boda a la que nadie le invitó.
De todos modos, la caja de los recuerdos me la quedo.
Es blanca, como el color del que me quiero casar en un futuro, por desentonar un poco con el típico negro.
Me la quedo por si algún día necesito abrirla, como quien lee una receta: "ah, bien, esto era la felicidad!?"
Ella bien puede estar coleccionando más vivencias en una caja que, os prometo, no es blanca., pero sí puede ser la correcta, que es lo que importa.
Yo, acostumbrado en realidad desde siempre a vivir entre la añoranza y la soledad, "nunca caminaré solo" como dice aquella pancarta de Anfield.
Porque quien acostumbra a ello, nunca se siente así.
Al final, aún pidió perdón por el dolor causado, como lo piden aquellos que están más fuera que dentro.
Y me lanzó, sin quererlo, un desafío: "Te has portado genial. Que todo te vaya bien. Mereces ser feliz."
Sin saber que merecer ser feliz parece ser el primer paso para dejar de serlo.
Yo, que algo creo saber de esto, aturtido por el final, le dije gracias por este sueño y no guardaré rencor por el despertar, que no estuvo a la altura.
Por mi parte, no habrá más cajas de recuerdos, ni algo parecido, hasta poder leer bien las cicatrices.
Porque mis cajas, todas blancas, acostumbro construirlas a mano y con mucho mimo, como quien pinta un huevo de pascuas temiendo que quede algún picotazo.
Me querría despedir cual caballero, con un beso en la mano y una sonrisita pícara.
Consciente de que el dolor que causa una persona que abandona, a la larga, por lo visto siempre es victoria, o eso parece decir el jaleo de la gente.
No lanzé desafío alguno sabiendo que la vida de por sí no es fácil y que la felicidad dos días, dos semanas o dos meses es bien, pero la felicidad durante 20 meses es complicada de lograr y no llega por casualidad.
Algún día podré hablar, sin fisuras, de la felicidad que he sumando.
Ya lo decía la canción, "it's time to win some or learn some."
Y ganar, he ganado más alegría que la pérdida final. Y aprender, he aprendido más de lo que me hubiera gustado. Aunque esa persona desapareció, la caja de recuerdos, pesada, queda ahí.
El sueño acabó y yo sigo pensando en
casarme de blanco, consciente ya, desde hace tiempo, que el equilibrio bien se encuentra en mi y no en los demás.
Que ser el equilibrista es hacerlo como Xabi sobre el campo, sin altibajos, siendo regular.
Dar pausa, acelerar, ser cauto, pase en corto, pase en largo, que todos tus equipos hablen bien de tu etapa allí y todos te echen un poquito de menos. Hasta que llegue el equipo que diga: "tú quedate aquí y no te vayas nunca que te necesitamos, aún tras varias temporadas."
En definitiva, dar el pase antes de marcar el gol, crear la felicidad antes de buscarla, dar equilibrio antes de recibirlo.
Un hombre tranquilo.